300 DIAS EN AFGANISTÁN: RELATO
SOBRE UNA TIERRA DISTANTE PERO NO AJENA
300 Días en Afganistán[1] se publicó por primera vez en la revista El malpensante número 53 de 2004. Algo inusual, teniendo en cuenta que muy pocas veces las revistas nacionales se han atrevido a publicar alguna obra extensa en una sola edición, salvo uno que otra excepción (como lo fue La Balada de María Abdala[2] publicada en la revista Diners[3]), este ha sido un hecho infrecuente, arriesgado y afortunado para el medio editorial.
En este contexto, 300
Días en Afganistán merece una mención especial dentro de las crónicas publicadas
en los últimos años en nuestro país, su naturaleza descriptiva de diario y su
estructura narrativa de microrrelato dotan a este trabajo de una calidez digna
de ser leída. El preludio necesario, como fue titulada la presentación en la
revista advierte como se construyó esta crónica:
(Esta)
es la versión muy personal de lo que vio y vivió una joven médica colombiana
durante algo más de 300 días en Afganistán, a donde llegó el 9 de septiembre de
2002 y donde partió el 15 de julio de 2003…..Natalia (Aguirre Zimerman) estaba
en Afganistán a título de médica ginecobstetra en una misión de la prestigiosa
ONG Medicins sans Frontiéres (o MSF), si bien lo que ella relata no refleja de
ninguna manera la versión oficial de MSF, así ellos estén al tanto de la
presente publicación. Se trata simplemente de las observaciones personales que
la autora envió por e-mail a su familia y a sus amigos en Medellín, así como
las fotos que tomó para ilustrar su experiencia. No sobra recalcar que su
estadía en Afganistán coincidió con el momento en que el ejército de Estados
Unidos invadió Irak, de modo que los riesgos para la seguridad de los
representantes de MSF y demás ONG humanitarias se agudizaron mucho con el
proceso, según se nota aquí y allí en el texto.[4]
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Bazar o mercado de especias en Kabúl |
La historia de un lugar remoto y sitiado históricamente
por los conflictos y que ha tenido una relación inmarcesible con la pobreza y
que ha sido el “bocado” ideal de los corresponsales de guerra, los canales de
tv y de los expertos occidentales del medio oriente y del Islam, remite
inmediatamente a la trajinada práctica intelectual y mediática del
occidentalismo. No obstante, esta crónica construida como un variopinto
rompecabezas ofrece desde la subjetividad un panorama amplio en descripciones
de una comunidad que no es unidimensional sino compleja y diversa en sus prácticas
sociales y religiosas. Natalia Aguirre Zimerman (la autora) escribe a manera de
diario todo lo que vive a partir de su rol como médica ginecóloga, ella es un
actor participante de la realidad Afgana aspecto que no oculta, lo cual dota al
texto de espacios de reflexión, critica, debate y comparación. La observación
atenta de la autora le permite hacer interesantes paralelismos dado el contexto
histórico del escenario y nuestra realidad, algunos de estos van desde la
sexualidad, la vida en pareja, la comida, la omnipresente pobreza material hasta
la capacidad de sobrevivencia frente a la adversidad, entendida esta como la
muerte: Los afganos son habitantes de las montañas, como los colombianos. Han estado en
guerra desde hace muchos años, como los colombianos. Son títeres políticos.
Producen tanta heroína como los colombianos cocaína. Producen tanto hachís como
los colombianos coca. Son tan orgullosos como los colombianos. Están tan
estigmatizados como los colombianos. Son tan juguetones como los colombianos.
Son tan primarios como los colombianos (si en la calle se chocan dos carros
también se sacan pistolas). Tienen esa malicia indígena de la que carecen los
europeos y los gringos pero que si tienen los colombianos. Tienen grandes
camiones llenos de dibujitos y colores, que son idénticos a las chivas. Bailan
y comen como los colombianos (o sea en grandes cantidades y son muchas ganas),
pero no beben a diferencia de éstos[5]
Otro aspecto interesante del libro es la postura que se
describe respecto de la relación entre europeos franceses (expats) y afganos: Los franceses repiten mucho
en el trabajo que a los afganos les toma diez años aprender cosas, pero yo
pienso que ningún ser humano que haya sobrevivido veintitrés años en un país en
guerra y desértico puede ser ni siquiera moderadamente bruto[6]
En suma, este no es un relato sobre la compasión o sobre
la reivindicación política o ideológica de un pueblo afligido, es
principalmente una narración desde la intimidad de un observador sobre la
condición y capacidad humanas. Logra que podamos ver un poco más allá de sus
ojos a partir de lo sugerido, de lo literal y de lo simbólico en la profundidad
y belleza de unas gentes y una tierra que tienen una dinámica propia dentro del
contexto de guerra incesante que han vivido. Hay un gran mérito allí, el de
lograr salirse de los estereotipos construidos desde occidente y plantear otros
espacios que resultan útiles y validos dentro de la férrea distancia que se ha
construido desde los discursos políticos y los “mass-media” que podría decirse
son idénticos. Este texto logra de manera indirecta e involuntaria adentrar al
lector en un mundo que no es ajeno, que está aquí y con el que compartimos
algunos códigos.
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Natalia Aguirre Zimerman (la autora) |
Otro aspecto interesante es notar el progresivo proceso
de hibridación cultural que experimenta la autora en la medida que avanzan las páginas,
y en este caso habría que decir que este proceso “sazonado” con la
espontaneidad de sus frases y sus diminutivos y paradojas desarrollan una dinámica
propia y atractiva que mantienen una dulce atadura entre el texto y el lector: En
unos días salgo para Sudán del Sur. No sé nada de nada y ni siquiera me acuerdo
si figuraba en el juego de Risk. A duras penas me tomé el trabajo de buscarlo
en el Atlas. (Que vaina, yo tan tranquilamente ignorante.) Y ¿por qué no quedarme
en Colombia haciendo lo mismo?, me preguntó alguien. En realidad, las
necesidades son casi iguales y al fin y al cabo ésta es mi “tierra”; pero no
he encontrado todavía como balancear las ganas de hacer algo, con la frustración
de no poder hacerlo. Un día voy a volver…, no sin antes haber vivido en África y contarles, a través de mails y de fotografías
digitales, como lo ve esta médica paisa, ahora en una nueva misión[7].
Esta es una historia sin pretensiones pero que en su
desarrollo recuerda sin quererlo y sin buscarlo el gran sentido social y la esencia
misma de la crónica. Uno de sus mayores atributos es el ubicarse lejos de la unidimensionalidad
y el prejuicio; este libro no solamente cuenta unas interesantes historias en
un contexto de adversidad, sino, además insinúa e invita al lector hacia el
viejo y útil habito del diario, esto es, a la magnífica utilidad de este, como
una herramienta anexa a la memoria de la mente, del espíritu y de las
sociedades. Sin duda, allí habrá muchas historias por contar.